Al inicio de la charla expresó sus comienzos académicos: “Me formé entre la química y la biología desde muy jovencita. Tenía una mentora bióloga y una mentora química. Entonces siempre trabajé con la perspectiva de buscar moléculas en el mar con alguna aplicación futura. No me era extraño buscar eso, realizar extractos o tratar de encontrar alguna funcionalidad”.

Sobre la historia personal que la atravesó, dijo: “Mi segundo hijo nació con una enfermedad autoinmune y con muy pocas defensas inmunológicas frente a las enfermedades. Se manifestó cuando él empezó a comer. A partir de ahí, como familia comenzamos a transitar la desesperación de cualquier familia que tiene un niño muy enfermo sin diagnóstico y que vive en el interior. Por suerte, en la hospitalización o en la gran comunidad Casa Cuna nos atendieron muy bien y, después de como tres meses de estudios, finalmente nos dieron un diagnóstico; pero el problema era el tratamiento.
En un principio el tratamiento estaba bien, pero a largo plazo las cantidades de corticoides y las frecuencias iban a tener una consecuencia grave en su desarrollo, incluso en su hospitalización. Y ahí fue cuando me salió la científica que llevo adentro. Me puse a investigar básicamente qué se estaba estudiando en el límite de la ciencia, lo que nosotros llamamos el catinete: qué se hablaba que todavía no era tratamiento, qué se podía hacer para bajar esa inflamación intestinal, para reducir la alteración del sistema inmune, para intentar que algo le hiciera bien.
En ese momento había dos cosas claves: el intestino permeable y los antioxidantes que lo movilizan”.

“En esa búsqueda me llegó un paper de un colega ruso que hablaba sobre cómo una molécula procedente de los erizos de mar era capaz de cumplir esas dos funciones a la vez.
Nosotros cultivábamos erizos de mar en el laboratorio, pero buscando otra cosa. Buscábamos omega-3, ese famoso ácido graso que ayuda a la salud. Esas moléculas, que son pigmentos que dan color a la gónada, las tirábamos a la basura porque nos resultaban molestas para extraer el líquido.
Empecé a hacer algunos extractos caseros, y los probé primero en mi marido, luego en mí, y finalmente nos animamos a probarlos en el nene.
Porque los erizos de mar, ante todo, son un alimento ancestral en casi todo el planeta, excepto en Argentina. Acá no comemos erizos, pero en Chile, Brasil, Ecuador, Europa o África, los erizos de mar son un alimento. Además, este grupo de investigadores rusos había logrado que esas moléculas llegaran a formato fármaco. Habían transitado esos 30 años necesarios para llevar una molécula al ser humano. Por tanto, toda la cuestión de la seguridad estaba cubierta. Por eso nos animamos”.
“Fue un camino de ida, y al año de estar consumiendo el juguito de erizos, como decíamos en casa, mi hijo dejó de tomar los corticoides. Para nosotros fue un cambio general en cuanto a su salud; el rumbo fue otro. Mi marido insistía en que esto no podía ayudar solo a él, que teníamos que intentar que sirviera para más personas”.
Y siguió el relato: “Yo no me animaba; es muy difícil para un científico salir del laboratorio, y no sabía cómo hacerlo. Me apoyó mi equipo de investigación, y en ese momento la provincia del Chubut promovía que los científicos hiciéramos este camino. Empezamos a pensar cómo podría llegar a ser”.

Y continuó: “Logramos que unos inversores de Puerto Madryn creyeran en esta idea loca que teníamos. Finalmente, pudimos no solo generar la planta y desarrollar productos, sino participar en proyectos internacionales durante la pandemia con la Universidad de Harvard; pudimos hacer pruebas médicas y, finalmente, sacar los productos al mercado, probados por ANMAT y con mucha evidencia científica de sus beneficios. Eso era lo que a nosotros nos importaba”, concluyó.